sábado, julio 13

T -171. Canis Maior

Ayer pensaba en qué cosas rodeaban mi escritura, cómo era mi mecánica de trabajo y cómo comenzaba a crear. Escribir es un trabajo solitario.

Generalmente, por una cosa u otra, mis épocas más creativas fueron cuando tenía muchas horas libres y en soledad. A veces podía estar la televisión encendida, o la radio, para destruir esa burbuja de silencio. Sentía que al escribir me enfrentaba a un enorme mar negro, una bruma infinita. Parecía, y sigue pareciendo, que me sumergía en el magma elemental, privado absolutamente de mis sentidos, hurgando en las profundidades interminables para asir algo y sacarlo a la luz. Me sentía como esos cazadores de tesoros que bucean la profundidad obsidiana para rescatar los olvidados restos de algún naufragio. Sí, eso: bucear en las profundidades de la consciencia para sacar algo reluciente desde el fondo.

Escribir siempre fue un proceso personal, tan íntimo que me hace darme cuenta de lo solitaria que es la vida a pesar de todo lo que nos rodea, del ruido en el que vivimos sumergidos. Inclusive en la ficción más descabellada hay, por qué no confesarlo, mucho de eso que me pasa más allá del teclado.

Cómo cualquier espeleólogo, buzo u oficinista, siempre me gustó tener un buen equipo para sentarme a escribir, sentirme profesional haciéndolo y sumergirme en el papel.

Una taza de té, verde o chai. Una lapicera de tinta negra y una moleskine, o una netbook. Y un perro...

Desde que era chico, la gran mayoría de las veces, los momentos más inspirados, los más desesperados inclusive, hubo un perro. Sócrates, Terry, Checo, Theo y Félix. Todos copilotos en la tormenta. Inclusive puede verse en esa cronología la falta de un perro entre 1995 y 2002, años de gran sequía literaria en los que me dediqué a trabajar en el mundo corporativo como si no hubiese un mañana.

Ahora, reflexionando al respecto, no fue lo único que faltó en mi vida en ese período de tiempo. Acabo de quedarme pasmado viendo los años grises que sobrevinieron a una dolorosa separación y continuaron en una triste relación de pareja sin proyectos, sin intensidad y sin perro.

Sócrates fue el dálmata de la familia, en la casa de Banfield, desde mis 10 años, desde que era un cachorro dulce hasta que fue un viejo cascarrabias. Se comía la cola de lo alterado que era y odiaba a los niños en general. Así y todo, yo escribía en mi mesa de camping, primero con un cuaderno Rivadavia, luego con la máquina PC XT de mi papá.

Terry fue un perro adoptado en la misma casa, que le temía a los hombres pelados y las mujeres con escobas, y a quien le gustaba sentarse debajo de mi mesa o en mi cama mientras yo delineaba el primer borrador de Pluviophilia (La escuela de los mentirosos en ese entonces).

Checo, un doberman color chocolate hijo del mismo demonio, llegó a comerse los apoyabrazos de los sillones y mear a la gente que pasaba por la calle desde el balcón, en el departamento al que me fui a vivir solo por primera vez en la vida. Con él comiéndose mis diskettes y correcciones impresas de la primera revisión de la novela.

Theo fue el schnauzer miniatura terriblemente inteligente que me acompañó de Buenos Aires a Madrid, y de vuelta a casa casi nueve años más tarde. Se ponía a mis pies y me acompañaba como si él mismo tuviese que sentarse en la silla. Se lo tomaba en serio, venía a mi lado, rezongaba si tenía que madrugar, me avisaba cuando tenía que hacer un corte para acompañarlo al parque.

Félix es ahora mi compañero. Un schnauzer gigante negro que hoy tiene dos años y medio, que pesa cincuenta kilos y que se sienta a mi lado cuando escribo. Me trae a tierra, me conecta con el presente, evita que sumergiéndome en las profundidades pierda mi norte.

Perro grande. Canis Maior, constelación compañera del "Gran Cazador", de Orión en el cielo. La estrella Sirio, una de las más cercanas y brillantes en el cielo, forma parte de el gran can mitológico. Cómo los navegantes usan los astros para no perderse en la negrura de la noche, el perro siempre fue mi tripulante. A todos ellos, mi sentido homenaje.

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